domingo, 19 de febrero de 2012

**Esperando Crecer**



¿Veis esa foto? Soy yo con ocho o nueve añitos. ¿Qué os dice esa imagen además de ser muy graciosa? A mí me lo dice todo. Esa foto me recuerda a mi actitud ante la vida cuando era niña y adolescente. A primera vista, la bicicleta es enorme para esa niña tan pequeña. Aún así, yo me intenté subir. Es verdad que en ese momento me quedaba grande. Pero yo miraba a mi alrededor y me daba cuenta de que me haría grande para poder montarla. Y, efectivamente, ahora os puedo asegurar que me va perfecta. Esa bici es cada problema que tenemos en la vida. Y esa niña, es la que actitud que deberíamos demostrar ante todos esos problemas. Me incluyo, porque a veces uno pierde foco con los años, se ahoga en sus problemas, acumula malas experiencias (que son, por nuestra tendencia a intentar sobrevivir las que recordamos siempre con más nitidez) y gana inseguridades. Yo recuerdo los días en que me parecía que el domingo por la mañana era un periodo de tiempo inmenso y maravilloso durante el cual daba tiempo a hacer todo tipo de actividades. Deberes, estudio, trabajos, un paseo, unas risas… Todo. Me gusta recordar lo segura que he estado durante estos años de infancia y adolescencia de muchas cosas. Me gusta el empuje y las ganas que le he puesto siempre a todo. Puede que sea, al mismo tiempo, mi mayor defecto y mi mayor virtud. Recuerdo la nitidez de mis pensamientos y decisiones, y sobre todo esas ganas locas de hacerlo todo y hacerlo perfecto. Katherine Pancol, una escritora que me encanta, y de la que tengo pensado hablaros dentro de poquito, se pregunta si madurar, pasar la niñez y adolescencia, es de repente quedarse en blanco y no saber nada sobre uno mismo.
Durante esos días prematuros de tu vida, las personas que te acompañan a la misma intensidad en tu día a día son tus amigos. Esos amigos y amigas del alma que recordarás durante tantos años de tu vida posterior. En esos días, y durante varios años, yo compartí mis tardes, mis aburrimientos en clase, y mi tiempo libre con una muy buena amiga. De ella guardo recuerdos increíbles, y sobre todo una sensación, tan preciada en la adolescencia, y cada vez más en la madurez, de poder ser yo misma en cada momento. Una personita con la que me entendía y sentía que el mundo giraba un poco más rápido. La vida, como la conozco hoy, no hubiera sido lo mismo sin ella al lado en unos momentos tan decisivos de mi vida. De repente un año, una se cambia de cole, la otra se va fuera, carreras distintas, distintos barrios, y al final no te ves en un puñado de años.
Cosas de la vida, hace unas semanas recibí una llamada inesperada de una voz conocida, que resultó ser la suya. ¡Qué ilusión! ¡No os podéis imaginar qué alegría! Además me llamó interesada por mis fotos, que es ese aspecto de mi vida en el que yo aporto un pedacito de alma, igual que cuando escribo. Y decidimos vernos un día para tomar un café y contarnos cómo habían evolucionado nuestras vidas después de tantos años.
Cuando uno hace este tipo de cosas, siempre siente un cierto miedo, una sensación de nervios, una inseguridad de pensar que quizá las cosas han cambiado y ya no te entiendas con las persona con la que te veías subida a bicicletas gigantes, con la que tantos buenos ratos has pasado jugando, criticando lo que no te gusta del mundo, riéndote de todo. ¿Y si ya no tenéis nada en común? ¿Y si aquellos días en que te subías a la bici de tu hermano aun a riesgo de partirte la crisma están ya demasiado lejos y no hay vuelta atrás?
Con mis nervios en la barriga, quedamos a tomar un cafetito (yo un café, ella un té) y pasamos un rato estupendo. Cuando uno vuelve a encontrarse con personas de etapas previas de su vida, puede sentirse extrañado y darse cuenta de que ya no tiene nada en común con esa persona que tanto significó en otros días. De ahí los nervios cuando uno piensa en un reencuentro. O también puede sentirse una vez más tan bien como en aquellos días en los que tan importante fue esa persona, y seguir conectando como si nos hubiésemos visto antes de ayer. Pues fue más bien un reencuentro del segundo tipo. Fue hablar con la más completa tranquilidad, con una persona con la que tan cómoda te has sentido siempre, y sigues sintiéndote. Resulta que nuestras vidas, aun por separado, siguen teniendo mucho en común. Nos une el arte, el buceo y muchos pensamientos en común. Ya no sólo son esos momentos del pasado, sino estos del presente. Me hace sentir que no he olvidado a esa niña chica en la bici grande que está esperando desesperadamente crecer para poder coger el toro por los cuernos. He colgado esta foto y esta reflexión aquí para tenerlo muy presente. No sé si existe el destino, pero me gusta pensar que lo que pasa en la vida tiene un cierto sentido. Este reencuentro ha venido en un momento necesario en el que me había olvidado de la foto que os enseño. No volverá pasar, lo prometo. Y para eso la comparto en esta esquinita donde siempre os cuento las cosas que pienso. Madurar no es quedarse en blanco. Madurar es recordar quién se ha sido siempre, coger lo mejor de cada día pasado, y sumarlo a lo que reinventamos de nosotros mismos cada día de nuestra vida presente. O por lo menos intentarlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me ha encantado tu forma de enfocar la vida.Sigue escribiendo me haces pensar y lo describes todo de maravilla.Animo¡